Cómo escribir un libro sobre ETA cuando a nadie le interesa ya ETA: La historia detrás de ‘Guztiak’

El periodista Borja Ventura nos cuenta cómo se escribe un libro sobre ETA cuando a los medios ya no le interesaba publicar casi nada de ETA. Esta es la historia -en primera persona- que hubo detrás de su libro de entrevistas ‘Guztiak’, pero no solo eso, es mucho más. Es la historia de un itinerario personal y periodístico inconcluso. «Sigue habiendo muchas historias por contar. A mí me quedan unas cuantas. Me gustaría poder explicar la evolución política de Arnaldo Otegi. Me gustaría poder preguntar a Baltasar Garzón si de verdad todo lo que se decía que era ETA era realmente ETA. Me gustaría que Alfredo Pérez Rubalcaba contara las interioridades de cómo el Estado empujó hacia el final de ETA. Me gustaría que Josu Ternera explicara cuál ha sido su papel en este final».

(1) La historia antes de la historia 

(2) El libro que nadie (ni yo) había pedido 

(3) Las curvas de la carretera 

(1) La historia antes de la historia [ Por Borja Ventura ]

El último comunicado de ETA, en el que anunciaban que dejaban las armas de forma definitiva, me pilló lejos de la redacción. Acababa de nacer mi hijo, que se adelantó más de la cuenta y nos tocó pasar unos días en el hospital antes de poder ir a casa. Unos amigos que vinieron a visitarnos traían bajo el brazo todos los periódicos del día a modo de regalo. No era para que leyéramos las noticias, que más o menos sabíamos, sino para que pudiéramos guardarlos para dárselos al niño en el futuro y que supiera qué era noticia cuando nació. Era octubre de 2011.

La prensa cogió la noticia con más enfado que alegría. Todos los diarios se centraban en lo mucho que habían tardado en dar el paso, y los conservadores se esforzaban en subrayar las cosas que no habían dicho en su comunicado: ni se disolvían, ni pedían perdón, ni entregaban las armas. Recuerdo que pensé que aunque lo hubieran hecho tampoco hubiera sido diferente para ellos. Soy de los que brindé cuando se anunció la última ‘tregua’, la que acabó con el atentado de la T4, pensando en la de vidas que se salvarían si todo iba bien, y de los que piensa que la falta de violencia es una buena noticia en sí misma, más allá de todos los ‘peros’ que pudieran rodearla.

Mi sensación al enterarme de la noticia fue una mezcla de muchas cosas. Sabía que era inminente, así que no hubo mucha sorpresa. Hubo alegría en lo humano, de nuevo pensando en las vidas que dejarían de perderse, y también algo de rabia en lo profesional por no poder cubrir ese momento. A fin de cuentas llevaba muchos años siguiendo con interés todo lo que pasaba alrededor del llamado conflicto vasco: juicios, elecciones, ilegalizaciones y atentados. Al menos había sido así hasta que, de pronto, todo eso había dejado de interesar.

En los medios en los que trabajaba o colaboraba dejaron de ‘comprarme’ ese tipo de artículos. Durante años los había escrito en ElDiario.es, JotDown, Yorokobu, Tiempo o El Economista, por citar algunos. Muchos apenas eran leídos. La crisis económica apretaba y la gente tenía dramas más importantes e inmediatos en los que pensar. ETA languidecía ante la indiferencia de casi todos, por más que yo me empecinara en que aún había cosas que contar, sobre todo en este momento que tantas cosas definiría.

Cuatro años después de ese anuncio estaría en Euskal Etxea, la Casa Vasca que hay cerca del Congreso de los Diputados, presentando ‘Guztiak’, un libro de entrevistas sobre el final de ETA. En la sala había más de cien personas. Conmigo en la mesa estaba Ana Pastor, que accedió a acompañarme después de leer el texto. Las ventas, a pesar de las limitaciones en distribución y promoción propias de una editorial pequeña, fueron mucho mayores de las que esperaba. Nunca quise escribir el libro, y desde luego nunca pensé que algo así interesaría a editorial alguna. Pero toda historia tiene un principio y unos motivos. También este libro empezó a escribirse mucho antes de su publicación.

Posiblemente la primera línea se escribió un 21 de diciembre de 1990. Yo acababa de cumplir ocho años y, sea verdad o sea un recuerdo reconstruido, aquella mañana me caí de la cama. ETA había puesto una bomba a escasos metros de mi casa, cerca de unas instalaciones militares a las afueras de Valencia. Hubo más de una decena de heridos, entre ellos una mujer que perdió ambas piernas.

Entonces era aún pequeño como para saber de qué iba todo eso, y vivía demasiado lejos como para que esa realidad estuviera en mi vida. Pero sí es cierto que desde que tengo recuerdo me fueron llamando la atención las noticias y los medios y me acostumbré a vivir un tiempo en el que los atentados de ETA copaban portadas y noticiarios. Me di cuenta de que, al contrario de lo que algunos acabaron pensando con el tiempo, aquello no era un conflicto sólo vasco sino que nos afectaba a todos. De hecho condicionó a muchísima gente, no sólo víctimas o implicados, sino a varias generaciones de españoles que convivieron en mayor o menor medida con todo lo que sucedía. Por eso, ya siendo mayor y periodista, me costaba creer que olvidáramos todo y pasáramos página tan rápido. Nos negamos el derecho a celebrar el final de algo que durante décadas condicionó muchas vidas, como una sombra invisible.

El libro siguió escribiéndose, supongo, con el paso tiempo. Con los minutos de silencio en la universidad, con las protestas, con los juicios. Con la gente de allí que ibas conociendo y que te decía que no por ser abertzale se era violento. Con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, con el encarcelamiento durante años de jóvenes por haber quemado contenedores. Con la frialdad de los asesinos en los juicios, con las ilegalizaciones de formaciones políticas. Con el impacto de ‘La pelota vasca’ y todo lo que se dijo de Julio Médem después. Con la comparecencia de Arnaldo Otegi la mañana de aquel 11M. Con cada canción sobre aquello, desde la ‘Lluvia violenta y salvaje’ de Revólver hasta los ‘Días inciertos’ de Celtas Cortos, pasando por Reincidentes o Def Con Dos, que décadas después acabarían ante la Justicia.

No sé cuántas líneas más se habrán ido escribiendo ya como periodista y en Madrid, cubriendo todo eso en muchos artículos, la mayoría sin firma. Pero sí sé cuándo todo aquel puzzle empezó a convertirse en una historia concreta: fue en una reunión de redacción cinco meses antes del anuncio final de ETA, tras las primeras elecciones a las que la izquierda abertzale se había podido presentar tras ocho años de bloqueo. Habían arrasado: más de trescientos mil votos, el control de la Diputación de Gipuzkoa y el ayuntamiento de San Sebastián. Era mayo de 2011 y nadie en Madrid entendía lo que había pasado.

“Alguien tiene que ir allí y contar esta historia. La historia de por qué la gente ha votado de forma masiva a Bildu. ¿Quién quiere ir?”. La pregunta era de Carlos Salas, entonces director de lainformacion.com, el medio en el que trabajaba. Levanté la vista del papel donde iba apuntando los temas que los responsables de sección iban proponiendo, con sus enfoques y las necesidades -si las había- de cada historia. Miré a mis compañeros y nadie se movió. “Yo. Si nadie se lo pide, voy yo”, recuerdo que dije.

Mi rol allí no era el de escribir, sino el de intentar coordinar una redacción a veces complicada. Las labores de actualidad y edición de la portada no suponían más que un trabajo intenso y algo estresante, pero lidiar con algunas secciones y sus responsables era más complicado. Los medios generan dinámicas en las que a veces asoma lo peor de cada uno. Empezaba a estar desagusto en una redacción que había ayudado a montar casi desde el primer día, y aquello me sonó a soplo de aire fresco.

Recuerdo que pensé muchas cosas entonces. Me acordé del trabajo de investigación que había hecho un compañero de clase, amigo mío, en tiempos de la universidad. Se había ido al País Vasco a patear calles para intentar contar cómo era la vida allí en años mucho más complicados y siendo apenas un proyecto de periodista. Recuerdo que me acordé de él, que falleció un par de años después en un accidente de tráfico, y sonreí. Mientras, Salas iba contando lo que quería: esperaba que fuera sin prejuicios previos, que contara lo que viera, que explicara “a la gente de aquí” por qué “la gente de allí” había votado a Bildu. Porque “aquí” era algo resultaba incomprensible.

Aquel no fue mi primer viaje a Euskadi y Navarra, ni mucho menos, pero sí el primero para hacer algo así. Fueron casi veinte entrevistas, algunas también en Madrid, condensadas en un especial que bautizamos como ‘En territorio Bildu’. Estuve varios días visitando ciudades y pueblos, entrevistando a unos y otros, e intentando tejer un relato completo y objetivo sobre los motivos de cada parte. Miles de kilómetros, semanas de preparación y horas de conversaciones. “Ten cuidado no vuelvas siendo un simpatizante, que es uno de los peligros que se corre cuando uno hace este tipo de reportajes”, me advirtió Salas. No volví siendo simpatizante, pero sí siendo plenamente consciente de que la historia que los medios habíamos contado durante años era bastante incompleta.

Hubo entrevistas de todo tipo. El juez De Castro, responsable entonces del cambio de grado a presos arrepentidos, me explicó en detalle cómo trabajaba el Estado en las cárceles, qué se pedía a los presos para acercarles al País Vasco y de qué manera se podía premiar o castigar a los reclusos gracias al artículo 100.2 del código penal. Josu Erkoreka, peso pesado del PNV, fue muy crítico con el papel político que sus antiguos socios de EA habían tenido en la “legitimación” de la izquierda abertzale. Idoia Mendia -que acabaría siendo la sucesora de Patxi López al frente del socialismo vasco- y su marido Alfonso Gil me contaban cómo iban con ocho escoltas por la calle y que sus hijos habían dicho al ver su cara en las noticias que los de ETA “van a matar a amá”. También entrevisté a Eloy Villanueva, líder del PP navarro cuya familia fue presionada con el pago del ‘impuesto revolucionario’, o a Patxi Zabaleta, exmiembro de HB que se salió por estar en contra de la violencia y a quien habían intentado amedrentar con pintadas por aquel entonces. Su hija estaba en la cárcel acusada, junto a Arnaldo Otegi, de haber intentado crear un partido político abertzale justo como el que en ese momento volvía a las instituciones.

Hubo más. Un funcionario de prisiones que contó cómo un conocido terrorista se derrumbó al enterarse de que su pareja le había dejado mientras estaba en la cárcel. Un joven abertzale del ayuntamiento de San Sebastián al que le costaba trabajo hablar castellano y que no me dejó publicar una palabra de la conversación, pero que explicaba que ETA no era la causa única de la violencia, sino “un actor más”. También un concejal de Bildu que me contactó y me ofreció visitar su pueblo, Oñati, y que me explicó que estaba harto de que le acusaran de terrorista mientras él y un guardia civil evitaban cruzarse la mirada caminando por la calle, o un grupo de chavales en un local lleno de simbología abertzale a las afueras de Elorrio que contaban la historia de cómo un concejal del PP que ni vivía en el pueblo y al que la prensa nacional elogiaba había impedido la investidura de la candidata de Bildu a la que habían votado. Una pareja de ertzainas de la primera promoción, en la que estuvo el entonces célebre Iñaki De Juana Chaos, me contó en Vitoria el error que a su juicio suponía la legalización de Bildu, mientras Verónica Portell, hija del primer periodista asesinado por ETA, opinaba que no era natural que la izquierda abertzale hubiera sido apartada de las instituciones.

También compartí paseo por el casco viejo de Bilbao con Alfredo Retortillo, profesor universitario y después consejero del gobierno vasco, hablando acerca de cómo el País Vasco había ido cambiando en esos años. Un compañero de claustro, Mario Zubiaga, describió por su parte cómo había sido tener que viajar cada semana a Madrid a declarar ante la Audiencia Nacional por su ideología tras advertir que no concedería ninguna entrevista si convertía su redacción en una trampa. Fabián Laespada, de Gesto por la Paz, contó que ninguna solución política contentaría a todos mientras rememoraba casos de chavales que habían perdido la vida o la libertad por haber acabado en ETA. Iñaki Soto, director de Gara, describió con mordacidad su visión y su escepticismo sobre la resolución del problema en una densa conversación de casi cuatro horas. También hubo una entrevista con una víctima que justo cuando iba a ser publicada me pidió que no lo hiciera porque había pasado años reponiéndose de su vivencia y no quería resucitar viejos fantasmas. Era alguien que vivía en una aldea pequeña, capaz de dejar el bolso en la calle sin miedo a que se lo robaran. Eso sí, años atrás le habían prendido fuego con sus padres dentro.

Todas aquellas historias se fueron publicando a lo largo del verano, y a pesar de las fechas y de la temática, funcionaron sorprendentemente bien en audiencia. Mucha gente leyó aquello, y me sirvió en el futuro para abrir algunas puertas complicadas de atravesar para alguien de fuera de según qué entornos. A pesar de tocar temas complicados no se cambió ni una coma de lo que escribí, ni se pidió rebajar nada del contenido. Meses después, fruto de las desavenencias que fui teniendo con los responsables del medio por su paulatino giro de contenido, fui despedido en la primera oleada de recortes que hubo. Con el tiempo el medio acabó cerrando y vendiéndose. Todos los textos fueron eliminados, así como el ‘especial’ creado al efecto. Al menos pude rescatarlo todo en mi web para que no murieran en el olvido.

Empecé a colaborar con otros medios, que se habían fijado en aquello, y hasta me entrevistaron en algunos medios vascos, donde esos temas aún interesaban. Pero la consecuencia más llamativa de la publicación de todas esas entrevistas y reportajes llegaría mucho tiempo después. Era octubre de 2014 y quien escribía era Miguel Ángel García, de la editorial Libros.com, con una propuesta para publicar un libro. Querían que hablara del final de ETA.

(2) El libro que nadie (ni yo) había pedido [ Por Borja Ventura ]

Tras intercambiar algunos mails quedamos con Miguel Ángel. Digo “quedamos” porque estaba conmigo mi mujer, que trabajó durante más de diez años en comunicación editorial. Yo, la verdad, no tenía ni idea del mundo del libro. Ella me había contado que todo el negocio funcionaba de forma bastante estricta, con unos porcentajes de ganancia muy marcados. El autor, por lo general, no se llevaba más de un 5% o un 10% del importe vendido, por el 30% de la librería, más o menos lo mismo que la editorial. La distribuidora era la que, paradójicamente, más ganancia sacaba. La propuesta de Libros.com sin embargo era bastante distinta.

En nuestra cita Miguel Ángel nos explicó que ellos sacaban libros vía crowdfunding. Que estaban abiertos a gente que quería publicar sus textos a través de ellos, que evaluaban lo que enviaban y si lo veían viable les fijaban una campaña. Si se superaba, el libro sería publicado, de lo contrario no. Sin embargo -y ahí es donde entraba yo- también salían a buscar autores para publicar con ellos. Según el autor y el libro proponían una campaña de crowdfunding más o menos ambiciosa.

La verdad es que nunca me había planteado escribir un libro. A esas alturas, de hecho, era bastante escéptico con el interés que podía suscitar el tema, y se lo advertí. A él no le importó. Me dijo que les interesaba, que habían leído mi trabajo y que si yo quería, ellos estaban dispuestos. Por su parte las condiciones eran bastante sencillas: tendrían los derechos del texto durante un año y repartiríamos el ingreso por ventas del libro a partes iguales. Ellos, eso sí, se quedarían el importe de la campaña de crowdfunding para costear el lanzamiento.

Lo que proponían tenía todo el sentido como negocio: si una campaña sale adelante sacan el dinero suficiente -estimo- para lanzar una edición determinada, a la vez que pueden cuantificar el interés que una obra suscita. Publican, por así decirlo, con costes cubiertos. A partir de ahí todo debería ser ganancia. Eso les permitía ofrecer al autor un porcentaje mucho mayor que otras editoriales. A la vez, se garantizaban cierta repercusión porque el autor y su entorno son los principales interesados en que la campaña salga adelante, de forma que se llevan una campaña de publicidad -normalmente a través de redes sociales-. De ahí que también salieran a buscar autores. Todo encajaba y sonaba coherente. Hasta bromeé diciendo que habían dado con un modelo de negocio óptimo: usar el ego de los periodistas para conseguir campañas de promoción con tal de ver publicados sus libros.

Mentiría si dijera que el llevarme la mitad de las ventas no fue un estímulo, pero también mentiría si dijera que esperaba que un libro sobre el final de ETA vendiera. Al final hice un cálculo rápido de la cantidad de horas de trabajo que me llevó hacer todo el trabajo y apenas gané un quinto de ese dinero. Y sin embargo valió la pena, y mucho. Nunca escribí ese libro por dinero. En realidad quería contar esa historia, y me halagó que alguien quisiera que la contara. Sólo puse una condición: no iba a escribir el libro desde Madrid, así que tendría que viajar, y el coste de los viajes se imputaría a la campaña. Aceptaron, aunque eso implicó hacer la campaña más exigente. Había trato.

Empecé a trabajar en qué tipo de historia quería contar y en cómo lo haría. La fórmula de ‘La pelota vasca’ se había repetido después hasta la sociedad, por ejemplo en otros documentales como ‘Bakerantza’. Consistía en contar una historia coral, a través de muchas voces intercaladas. Pensé en que un relato acerca del final de ETA no podía contarse de una forma que no fuera coral, porque había muchas visiones, vivencias y perspectivas. Y me di cuenta de que ni siquiera quería ser yo quien lo contara: mi intención era hacer que fueran los protagonistas quienes lo hicieran.

Decidí, por tanto, que sería un libro de entrevistas y me impuse no usar la primera persona en ningún momento. En algunos tramos fue complicado porque algunas de las cosas que se contaron en el libro me pasaron a mí, o le pasaron al entrevistado conmigo. Sin embargo logré no tener voz alguna, aunque eso me obligó a redactar decenas de veces un mismo párrafo hasta hacerlo impersonal. Mi objetivo era que los protagonistas contaran su historia de forma directa a quienes leyeran el libro. La única excepción sería una introducción escrita directamente en primera persona, explicando la dinámica del libro, mis vivencias sobre el tema y mi objetivo. Nada más.

Pensé también en que hacer entrevistas y no reportajes sería lo más honesto. Había muchos datos que dar, mucho contexto que ofrecer. Pero al final la de ETA y sus actos era una historia de personas y de cómo sus vidas se habían visto arrastradas por décadas de violencia. El problema es que resultaría realmente aburrido leer una sucesión no fluida de preguntas y respuestas, así que al menos me concedí la licencia literaria de hacer entrevistas reportajeadas. El género consiste básicamente en ir contando la conversación a través de las citas literales del entrevistado, lo que permite configurar un relato estructurado y algo más atractivo, aunque a la vez se corre el peligro de ‘dirigir’ las palabras hacia direcciones indeseadas y acabar manipulando las citas. Me cercioré una y otra vez de que eso no sucediera.

Una vez decidido el formato faltaba pensar en quiénes. Como periodista, y entendiendo que lo sucedido en el País Vasco tenía un origen político, pensé primero en hablar con gente de ideologías diversas que contaran su historia. Muchas entrevistas fueron fáciles de conseguir porque algunos ya me conocían, o al menos tenían referencias de mi trabajo. En otros casos hubo compañeros o incluso contactos políticos que ayudaron. Pero muchos intentos también fueron un sonoro fracaso.

Por ejemplo estuve intentando durante semanas lograr una entrevista con el lehendakari Juan José Ibarretxe por su doble papel, el de peso pesado en el nacionalismo vasco y el de autor de un ambicioso plan soberanista que tanta polémica causó. A pesar de todo lo que hicieron por ayudarme muchos compañeros dentro del partido, declinó la oferta porque era para un libro. Al parecer, otra periodista le había hecho una entrevista poco tiempo antes y el resultado no le había gustado, y quería controlar las preguntas y el contexto. Me negué y él también. Tampoco quiso participar Joseba Egibar, dirigente del partido conocido por su cercanía a las tesis soberanistas. Me remitió a otro cargo de perfil institucional, que rechacé.

Esa fue quizá mi primera gran diatriba con el libro: ¿podía hablar del final de ETA sin que el partido que había gobernado casi siempre en el País Vasco tuviera voz en el libro? Tenía claro que no iba a repetir entrevistas del pasado, y que no iba a conformarme con lo que desde el partido quisieran ofrecerme. Yo había planteado un nombre, y como mucho una alternativa. No aceptaron, así que fue su decisión.

El segundo escollo lo encontré en Interior, que no quiso facilitarme el contacto con ningún responsable de la lucha antiterrorista. Pensaba en concreto en una persona, responsable de las acciones de las fuerzas de seguridad del Estado en los años finales de ETA, pero directamente me negaron el acceso. Tampoco fue posible hablar con nadie en las cárceles. El Gobierno en ese momento acababa de poner fin a la llamada ‘Vía Nanclares’ y a cualquier tipo de encuentro entre miembros arrepentidos de ETA y sus víctimas. Sencillamente, era un tema que no querían tocar. Sin el permiso de Instituciones Penitenciarias cualquier comunicación hubiera sido infructuosa. Eso también eliminaba la posibilidad de contactar con alguien que cumpliera condena y quisiera hablar, o con quienes estaban encarcelados por intentar crear un partido político, como era el caso de Arnaldo Otegi.

No fueron ni mucho menos los únicos problemas que tuve. Hubo líderes políticos relevantes a los que contacté y rechazaron responder. “Entenderás que no podría responderte a muchas de las cosas que me preguntarías”, me dijo un exministro del Interior. Tampoco pude acceder a un juez que encabezó numerosos casos contra lo que se denominó el ‘entorno de ETA’ y que a juicio de muchos supuso una ofensiva desmedida contra gente que nada tenía que ver con la acción terrorista más allá de compartir una ideología independentista. Hubo casos de personas con la que llegué a contactar hasta en una veintena de ocasiones, pero cuyos problemas de salud hicieron imposible llevar a cabo entrevista alguna.

Toqué decenas de puertas, algunas un poco a lo loco, y muchas de ellas nunca se abrieron. Otras se abrieron, pero finalmente no cuajaron. Con muchas no insistí porque finalmente configuré lo que entendía que era un relato diverso y coral. Visto con perspectiva creo que los tres o cuatro nombres que me fallaron hubieran quedado bien, pero que no hubieran contado una historia tan profunda e interesante como otras muchas voces que sí quisieron participar. Me di cuenta entonces de que esta historia no se podía contar a través de caras conocidas y gente con cargo, sino que las vivencias reales estaban lejos de los despachos y de las corbatas.

Así las cosas no estuvo Ibarretxe, pero sí su predecesor, el lehendakari Carlos Garaikoetxea, que tuvo que dirigir el Gobierno vasco en los durísimos ‘años del plomo’. No estuvo Otegi, pero sí Joseba Permach, que fuera el portavoz de la ilegalizada Batasuna y que hizo todo un ejercicio de revisión de su pasado. No entré en las cárceles, pero sí pude hablar con Josean Fernández, que intentaba rehacer su vida tras haber estado más de veinte años en la cárcel por haber participado en un asesinato. También hablé con Aitor Merino, un actor que había lanzado un documental contando su historia de amistad con un miembro de ETA, o con Lurdes Auzmendi, pareja de ‘Pertur’, un etarra asesinado supuestamente a manos de sus compañeros.

Conté también con las voces de Rafa Larreina, el hombre al que la izquierda abertzale mandó al Congreso para intentar tender puentes con otras fuerzas políticas, o con Eduardo Madina, a quien una bomba lapa arrancó una pierna cuando era un chaval. Hablé con Borja Sémper, miembro de esa generación de jóvenes que entró en el PP vasco tras los asesinatos de Miguel Ángel Blanco y Gregorio Ordóñez, o con Galder González, parte de esos otros jóvenes que participaron activamente en movimientos independentistas vascos y tuvieron que rendir cuentas con la Justicia.

Pude acompañar a Uxue Barkos en sus últimas horas en el Congreso antes de convertirse en la primera presidenta abertzale de Navarra, o hablar con Javier Marrodán de sus décadas de trabajo cubriendo los atentados de ETA. Hablé con Iñaki Egaña y su trabajo por visibilizar a la gente que perdió la vida al otro lado del conflicto, o con Mikel Buesa, hermano del vicelehendakari asesinado y que dedicó su vida a investigar el negocio alrededor de la actividad terrorista.

Hablé con gente que creció con la violencia en las calles siendo una ciudadana normal, como Ana Pampín, y con gente que perdió familiares a manos del Estado, como Edurne Brouard. También aprendí del trabajo que hizo gente como Txema Urkijo o Paul Ríos, caras visibles de instituciones y organizaciones sociales que se centraron en intentar coser las heridas de la sociedad.

A través de la experiencia que he ido acumulando con el tiempo me atrevería a decir que el País Vasco ha sido una sociedad descosida, pero no rota. Es cierto que no se hablaba de ciertos temas en ciertos sitios, y que muchos tuvieron que sufrir el silencio o la hostilidad de su entorno. No sólo las víctimas han sido víctimas. Pero también es cierto sin embargo que en muchos sitios, en muchas mesas familiares, los distintos han seguido hablando. Siempre lo han hecho. No todas las discrepancias acabaron en entierros ni en comisarías. En muchas casas, en muchos bares, ha habido quien ha pensado distinto y en muchos casos han seguido adelante, aunque distantes.

Quizá por eso algunas de las entrevistas vinieron de la mano de otras. Fue Madina quien me recomendó que hablara con Auzmendi. Fue Barkos quien me dio la pista sobre cómo contactar con Garaikoetxea, porque eran familia lejana -y no muy bien avenida-. Fue Mendia, a quien entrevisté años antes, quien me puso en contacto con Brouard, porque su padre había sido su pediatra. Euskadi estaba rota, pero también cosida con algunos remiendos.

Eso me llevó a pensar en cómo solventar otro de los problemas derivados del formato de las entrevistas: necesitaba un hilo común para tejer diecisiete historias distintas, así que pensé en que ellos mismos establecieran una conversación. La fórmula fue sencilla: cada entrevistado enviaría una pregunta a otro de su puño y letra. Eso llevó, por ejemplo, a que un exmiembro de ETA como Josean Fernández escribiera a una víctima como Eduardo Madina, y que éste eligiera a Joseba Permach para preguntarle. O que un exdirigente de Ikasle Abertzaleak como Gálder González escribiera a un dirigente del PP vasco como Borja Sémper. Sólo un entrevistado, Mikel Buesa, quiso quedarse al margen.

(3) Las curvas de la carretera [ Por Borja Ventura ]

Los reportajes y entrevistas de ‘En territorio Bildu’ y ‘Guztiak’ tenían mucho en común. Cuatro años separaban ambas aproximaciones, pero en ambos casos repetí el esquema -que no los entrevistados-: busqué voces para contar una historia, conseguí las citas e intenté agruparlas para trazar un camino. Hubo días en que amanecí en Madrid, comí en Bilbao, merendé en Elorrio y cené en Pamplona. Hubo otros que pude pasar conduciendo por acantilados junto a Lekeitio en pleno temporal. Compartí paseos por pueblos escondidos, y en ocasiones me colé en las fiestas donde me cancelaron entrevistas porque no se atrevían a salir de casa sin escoltas. Visité herriko tabernas y pensiones desoladoramente frías, y apuré los límites de velocidad bajo tormentas para no llegar tarde cuando el mapa y yo no nos entendíamos del todo.

En estos años, ya lo he contado en alguna ocasión, he recibido no pocos insultos de ambos bandos. Unos consideran que como periodista no debería prestar voz a según qué opiniones, reduciendo la historia a algo de ‘buenos’ y ‘malos’, obviando la cantidad de grises que hay por el camino. Otros me han hecho advertencias más o menos veladas sobre a ver qué iba a contar porque los que eran como yo sólo sabíamos mentir. Me han llamado franquista y amigo de etarras. Pero también me han agradecido y aplaudido por algo que, la verdad, no tiene excesivo mérito. El valor era intentar contar una historia que pocos querían oír hace un par de décadas, o jugársela en un territorio hostil en años complicados. Ahora es fácil contar el final de algo, cuando como mucho te enfrentas a la indiferencia de los lectores.

Recuerdo que hicimos coincidir el inicio de la campaña de crowdfuning del libro con el viaje. Eso implicaba que si la campaña no salía adelante los costes correrían de mi cuenta, aunque sospechaba que la cosa saldría adelante a pesar de que el umbral de apoyos requerido era elevado. En cierto momento del viaje pensé que en el fondo me daba igual: si el libro no veía la luz ya tenía el material y acabaría publicándolo de una u otra forma. El proyecto me había impulsado al final a contar una historia que quería contar. Me di cuenta entonces de que aunque nadie hubiera pedido que lo hiciera, yo sí necesitaba cerrar esa narración que había empezado de alguna manera en el suelo de mi habitación de Valencia.

Hubo entrevistas que se cerraron en cuestión de horas. Mi segunda -o quizá tercera- conversación telefónica con Garaikoetxea me pilló subiendo al coche rumbo a Pamplona, confiando en que podría hablar con él a pesar de que estaba enfermo. Estuve meses intentando contactar con gente que hubiera pasado por ETA y quisiera hablar, pero una sanción a Joseba Urrusolo Sistiaga tras una entrevista radiofónica me había dejado sin demasiadas opciones. Pensé entonces en pedir ayuda a un compañero que se limitó a preguntarme qué tipo de perfil buscaba, “joven o mayor”. Tardó diez minutos en pasarme un contacto.

En las grabaciones hay varios silencios, algunas risas, unos cuantos off the record y también algunas lágrimas de gente que todavía revive el pasado con dolor.

Me di cuenta de que sin pretenderlo ‘Guztiak’ acabó siendo un relato histórico desordenado. Hay gente que empieza su historia en los años ’50. Otros recuerdan cómo cruzaron la frontera en los albores de la Transición huyendo de la policía franquista. Otros cuentan lo que pasaba en los ’80, y las historias de unos cuantos se centran en la actualidad más reciente. En realidad si se cogieran las entrevistas, se partieran en trozos y se ordenaran los pasajes podría construirse un relato cronológico casi perfecto. Más de cincuenta años de historia contados por un coro de voces implicadas. Objetivo cumplido.

Cuando volví del viaje y tuve todas las grabaciones aún me quedaron algunos flecos por resolver en Madrid. Al terminar guardé todo en un cajón y volví a mi quehacer diario, consciente de que necesitaba tomar algo de aire y ganar cierta perspectiva. Cada uno tiene su forma de escribir, y yo particularmente necesitaba dejar todo en reposo, que madurara dentro de mí, y luego volver. Me costó casi tres meses hacerlo.

Hablé entonces con la editorial, porque mi idea era poder lanzar el libro haciéndolo coincidir con el aniversario del comunicado de ETA, aquel que me pilló en el hospital. Los plazos, por tanto, apremiaban. Dediqué casi cuatro meses a transcribir todo, horas y horas de conversaciones, a ordenar notas y detalles. Cada entrevista era editada y compartida, y luego empezaba la negociación con el editor. Discutíamos detalles como las comillas, las de citas literales o las usadas para apodos o extranjerismos. Discutíamos también por alguna excepción que quería introducir a mi propio estilo, como por ejemplo breves pasajes en dos entrevistas en las que sí quise que se viera la secuencia de pregunta-respuesta porque me parecía relevante ver la forma en que respondían a cuestiones concretas. La literalidad en ese caso valía la pena.

Todo el proceso fue ingente, muy laborioso, pero extraordinariamente sencillo gracias al trabajo de la editorial. Fue entonces cuando me pasaron un borrador de portada que me fascinó: era una cuerda rota y atada con un nudo, todo sobre fondo negro. El simbolismo me pareció precioso, atando lo rasgado, además de un potente paralelismo con la soga-tira. Les felicité. Semanas después me contaron que la portada no sería esa, que era provisional, sino otra que un artista había hecho con dos manos entrelazadas y los colores de la ikurriña. Sinceramente, me había gustado tanto la primera que intenté cambiarla, pero no lo conseguí. Pedí opinión a unos cuantos allegados y coincidieron con la editorial. Si yo era el único convencido es que no tenía razón, así que al menos en eso sí transigí. Hasta ese punto llegó mi control sobre todo.

Aquel verano fue intenso. Siempre que hago una entrevista necesito transcribirla entera, no importa si ha sido una conversación breve de veinte minutos o si han sido cuatro horas de intercambio de golpes. Es un proceso tedioso, pero que me ayuda a darme cuenta de cosas que me pasaron por alto entonces, titulares que obvié y ocasiones en las que insistí buscando una respuesta que ya me habían dado. Es entonces cuando cotejo las anotaciones que tomo directamente sobre el listado de preguntas: posibles titulares, expresiones llamativas, gestos determinados …

Una vez tengo todo transcrito empieza la edición. Me obsesionan especialmente los inicios y los finales. Decidí, por ejemplo, que todas las entrevistas arrancarían con una cita literal. Luego iría la explicación del personaje y su descripción, y luego las sucesivas partes de la conversación. Decidí también que no habría titulares, para no dar más importancia a unas palabras que a otras, y que cada capítulo iría encabezado con el nombre, sólo el nombre, de cada persona. Así, desnudo de cargos y apellidos. Mikel, Ana, Carlos, Josean, Txema. Personas, a fin de cuentas, partícipes de algo tan complejo y traumático.

Según iba terminado entrevistas las iba mandando al editor, que me devolvía el documento con anotaciones y cambios. Yo volvía entonces a revisar, aceptando algunos cambios y rebatiendo otros. Así sucesivamente hasta que ambos quedábamos contentos. Cada intercambio podía durar días, siempre de forma cordial y con una paciencia infinita por su parte. Fue extremadamente obsesivo con cada detalle, y a pesar de eso aún se me escaparon algunos errores que al menos corregí cuando pasado el año de la publicación del libro volqué las entrevistas en mi página. Llegó entonces el momento de ir incorporando las cartas manuscritas que los entrevistados se habían remitido, y de escribir mi introducción. Básicamente conté algunas de las cosas que cuento aquí, quizá en un formato más reducido.

También tuve entonces que pensar en alguien que escribiera el prólogo, y tuve claro en todo momento quién quería que fuera. Elegí a Verónica Portell, la hija del primer periodista asesinado por ETA. La entrevisté por primera vez cuando publicó un libro de relatos por el que recibió numerosas críticas y que a mí me fascinó. Era la narración de un secuestro ficticio a manos de ETA, contado una y otra vez desde diversos puntos de vista: el secuestrado, el lehendakari, la etarra que le custodia, un ciudadano de a pie… Aquel libro, difícil ya de encontrar, se llamaba ‘Y sin embargo te entiendo’, y eso soliviantó a otras víctimas, las que suelen aparecer casi siempre en los medios pese a que su visión no es ni mucho menos mayoritaria. Volví a hablar con ella años después para ‘En territorio Bildu’, y de nuevo incidió en que no entendía por qué la izquierda abertzale tenía que ser alejada de un proceso democrático. Su visión conciliadora era justo lo que buscaba como entrada a mi relato.

Incumplí mis plazos, pero aun así la editorial consiguió tener el libro listo para la fecha que quería. Llegó entonces el momento de la presentación, del lujo de compartir mesa con Ana Pastor, de ver a tantísima gente allí, de empezar a vender. Hubo también gente que quiso mostrarme su descontento por mi enfoque, representantes de víctimas en Madrid presentes en la sala, que en todo momento se dirigieron a mí de forma respetuosa. Las discrepancias son eso a fin de cuentas: algo que se puede exponer en una conversación educada.

Tiempo después volví a la carretera, en esta ocasión con Miguel Ángel y con Roberto, el director de la editorial, para promocionar el libro en Euskadi y Navarra. Participamos en algunos coloquios en librerías en Bilbao y San Sebastián, además de algunas entrevistas para televisión, radio y prensa. Desde Deia a la Cadena SER, desde EiTB a Vice. También pude participar en un debate en Valencia gracias a la gente de Proyecto 43-2. Casi todo aquello está recopilado en mi web.

El libro, en general, se vendió bastante bien para tratar una temática así. Recuerdo que cuando me tocaba dedicarlo hubo algo que ponía siempre: “espero que esta historia no te guste, espero que te incomode”. Después vino el silencio de nuevo.

Con los meses y años se empezaron a suceder ciertos avances en el proceso. ETA anunció un tímido desarme. Arnaldo Otegi salió de la cárcel. La organización anunció su disolución definitiva. En los últimos meses incluso el acercamiento de presos a cárceles vascas, una histórica reivindicación, ha estado sobre la mesa. Sólo el convulso panorama político nacional ha frenado una medida que PP y PNV podrían haber acordado tras la consecución de los Presupuestos. Luego vino la moción de censura que desalojó a Mariano Rajoy y todo voló por los aires.

A falta de ciertos flecos como ese, ETA finalmente ha desaparecido. Sigue habiendo muchos asesinatos que esclarecer, como hasta hace poco era el caso del padre de Pablo Romero, cuya investigación contada en formato podcast le ha valido recientemente un Premio Ondas. Sigue habiendo huidos de la Justicia. Sigue habiendo víctimas del Estado que no han sido resarcidas. Sigue habiendo fronteras sensibles y enemistades visibles, tal y como se ha visto en Alsasua no hace demasiado.

Sigue habiendo, por tanto, muchas historias por contar. A mí me quedan unas cuantas. Me gustaría poder explicar la evolución política de Arnaldo Otegi. Me gustaría poder preguntar a Baltasar Garzón si de verdad todo lo que se decía que era ETA era realmente ETA. Me gustaría que Alfredo Pérez Rubalcaba contara las interioridades de cómo el Estado empujó hacia el final de ETA. Me gustaría que Josu Ternera explicara cuál ha sido su papel en este final.

Pero si algo me enseñó escribir ‘Guztiak’, además de que casi ninguna puerta es imposible de abrir, es que no siempre son los grandes nombres los que pueden contar mejor una historia. Aquellos que dirigieron los procesos que vivimos tienen demasiados secretos y deudas de silencio, supongo. Pero la otra historia, la de quienes vivieron todo en sus carnes, sigue estando en las calles, en los pueblos y ciudades, esperando para construir la memoria, el relato. Sólo es necesario elegir a quién y subirse al coche. Y estar dispuesto a escuchar cosas que no siempre encajarán con la historia que nos contaron, una cómoda y digerible de malos y buenos. Las novelas gustan, las historias incomodan. /// [ Borja Ventura ]

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Borja Ventura (@borjaventura) es periodista y profesor universitario. Cuenta con más de una década de experiencia trabajando en el entorno de los medios digitales de información y ha colaborado con numerosos proyectos de reconocido prestigio. Como periodista ha investigado en diversos campos, entre los que destacan la comunicación y, sobre todo, la actualidad política. Es también autor del libro ‘Guztiak‘.